miércoles, 29 de agosto de 2007

La Investigación


Riquelme lo miraba con esa disimulada inquietud en el rostro, propia de los periodistas que ya creen tener el caso resuelto a la altura de las presentaciones. Bastaban apenas unos segundos junto a esa figura displicente, esa camisa sudada y mal puesta, ese peinado perfecto y ese dejo de estúpida comprensión en el tono de las preguntas, para darse cuenta que Riquelme estaba ahí sólo para escuchar en las palabras de otro las conclusiones a las que él había llegado hacía meses ¿Lo molesta si lo grabo?, le preguntó, mientras ponía una diminuta placa de plástico con una luz parpadeante en uno de los bordes. Todavía le costaba asimilar que cosas como esas pudieran sacar a tipos rectos como él de sus puestos. En su época, un hombre normal debía dedicar su vida entera al trabajo, perder dinero, tiempo y kilos para recién sacarle una esquirla de justicia al mundo, y Riquelme, con su cámara y su falsa modestia, estaba a punto de conseguirlo con él.

Las primeras preguntas fueron las de rigor. Que cuándo, dónde, y cómo había conseguido el dato –indesmentible hasta entonces- de las cabezas de ganado. Que cuánto tiempo se infiltró en La Bolsa sin el conocimiento de sus empleadores. Que si alguna vez siquiera “se le pasó por la cabeza, el impacto legal que su accionar le pudo haber traído a la empresa, señor Campos. A su empresa, señor Campos”. Todo muy mecánico, aprendido y memorizado una y otra vez en los pequeños despachos del diario. Cada duda era una especie de carnada; eso lo había aprendido en los primeros años de ejercicio. Él, inmutable, levemente tranquilo, contestaba a cada una de las preguntas con la menor cantidad de palabras posibles. No pensaba ceder tan fácil.

El dato se lo había dado un viejo colega, el gordo Vergara, hacía ya más de diez años. Diez años. Le parecía simplemente una eternidad. Una eternidad que había demorado segundos en cubrirle la piel de arrugas y el pelo de canas. “Es como un vicio”, le había dicho otro colega una vez, y no le había creído hasta entonces. Pero lo que comenzó como una simple inquietud, se convirtió en el mismo fundamento de lo que por el resto de la suya Miguel Campos entendería por vida. Era un trabajo agotador, pero ligeramente más gratificante en la mayoría de los casos. Había días en que se pasaba horas completas pegado frente a la famosa pantalla negra, anotando, estudiando, vigilando cada movimiento bursátil que pudiera jugarle a su favor, cuidando que el resto de los corredores que gritaban a su alrededor no notasen su ominosa presencia. Otras veces se quedaba noches enteras en algún café con piernas conversando con tipos que luego se convertirían en su “red de influencia personal” (el término, irónicamente, se lo había copiado a Riquelme). Nunca tuvo bien claro si podía llamarles amigos, pero sin duda esos hombres le habían sido muy útiles. De pronto, las cabezas de ganado se habían convertido en barriles de petróleo, en suculentos bienes raíces, en dinero constante y sonante. Y al mismo tiempo, eran diez años engañando flagrantemente a sus empleadores, inseguro con cada paso que daba, frustrado hasta el hastío cuando los números se estancaban, temeroso de que todo el asunto pudiera, de la noche a la mañana, escapársele de las manos. ¿Que si se le había pasado por la cabeza el impacto de sus acciones? Solamente todos los días.

— ¿Señor Campos?
— ¿Si Riquelme?
— El dato. Quién se lo dio.
— ­Tu sabes que no puedo decir eso Riquelme. Me estás grabando- se mezó lentamente las canas de la barba mientras apuntaba con sigilo al aparato sobre la mesa.
— ¿Sabe que no está cierto muy colaborativo, señor Campos? Esto es una investigación seri…
— Me puedes tutear.
— Prefiero no hacerlo— Riquelme comenzaba a perder la paciencia. Frente a él, un viejo decrépito, amargado hasta el alma y sin una pizca de humildad estaba poniendo en riesgo el futuro de todo un sistema, y el editor había confiado en él- un simple muchacho sin experiencia aún en ese tipo de asuntos- para evitar que aquello sucediera. Había aceptado la responsabilidad hacía un par de meses, y todo parecía indicar que Campos efectivamente había inflingido la ley, pero cuando se trataba de empresas privadas, la frontera legal tendía a ser un poco vaga al respecto.

Campos sacó un cigarro y le ofreció otro a Riquelme. El muchacho lo negó amablemente. A Campos la situación ya le parecía cómica. Ahí tenía sentado a ese pequeño fisgón, entrometiéndose más y más en la forma en cómo él ejercía su profesión. Con cada pregunta, un golpe a sus años, a su carrera, a su prestigio intachable. Al fin y al cabo, la entrevista se estaba convirtiendo en un choque entre generaciones. A campos le divertía pensar en el camino que habían tomado las acciones desde que el editor de El Observador se había enterado de sus “visitas” al mundo de las transacciones bursátiles. De pronto, los que habían sido sus aliados se habían transformado en sus enemigos. Por un instante, pensó que el ocultamiento sí había sido una mala táctica; se había ganado adversarios fuertes.

— Ya se está haciendo tarde. Me gustaría que parásemos la parodia para así irme a mi casa, por favor.
— Está bien, señor Campos, pero antes quisiera que le quedara clara una cosa –Riquelme se inclinó sobre su escritorio y apagó la grabadora.
— Dígame — no sabía por qué, pero Campos sintió la obligación de tratar al Relacionador Público de El Observador como “usted”. “Enemigos poderosos” pensó.
— Necesitó que entienda que, pase lo que pase con su puesto en este diario, la comisión editorial ha decidido no publicar la investigación.
— Si, lo comprendo.
— Y que usted no tiene autoría legal sobre el reportaje que acaba de entregar.
— Si, claro— “Si, claro” esta vez para sus adentro.

Miguel Campos lo entendía, entendía que diez años de trabajo se fueran, de pronto, a la basura. Entendía que su peculiar modo de “hacer las cosas” probablemente iba a impedir que decenas de empleados públicos del actual gobierno, muchos de ellos tipos reconocidos, no tuvieran sanción alguna por haber hecho múltiples transacciones ilegales en la Bolsa de Santiago. Lo entendía, pero no lo podía creer. Simplemente se paró del asiento, se despidió de Riquelme y enfiló hacía la enorme puerta de madera que separaba el despacho del joven de la sala de redacción. Cuando estaba a punto de salir, se detuvo un momento. Riquelme levantó la cabeza de un montón de papeles sorprendido. Esperó a que el, aparte de decrépito, notable y experimentado reportero, abriera la boca.

— En mis tiempos, el escritorio no te hacía periodista.
— Pues los tiempos cambian, Miguel— Riquelme tampoco lo supo entonces, pero, de repente, se había sentido obligado a tutear a su colega.